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Carlos Fuentes: el escritor y la ciudad

¿Tienen los escritores de hoy vidas tan movidas y ricas como los de antes? Más allá del cliché de que todo tiempo pasado fue mejor, da la impresión de que no. Un buen ejemplo es el de Octavio Paz, que en 84 años tuvo tiempo de ir a la Guerra Civil Española; de trabajar en el servicio diplomático y renunciar a él en protesta por la matanza del 2 de octubre; de fundar dos de las revistas culturales más importantes del siglo pasado, Plural y Vuelta; de ganar un premio Nobel; de hacer y deshacer una amistad con Pablo Neruda, y de conocer a los surrealistas franceses, convocar a los escritores del exilio español y presentarnos a los disidentes del socialismo real. Pero tenemos a mano otro caso no menos revelador: el de Carlos Fuentes, el novelista que, en un pestañeo que sin embargo parece contener varias vidas, cumple ochenta años.

Fuentes nace el 11 de noviembre de 1928 en Panamá, primera estación de una vida errante que incluso hoy se niega a abandonar. A esas alturas, su padre, Rafael, es ya un veterano del servicio exterior –tiene en su currículo las embajadas de Portugal, Holanda e Italia--, y todavía le faltan algunos sellos que añadir a su pasaporte: Ecuador, Uruguay y Brasil. En este país, justamente, el futuro novelista conoce a la primera de sus grandes influencias literarias: Alfonso Reyes, el patriarca de los ensayistas mexicanos, que entonces se gana la vida como diplomático en Río de Janeiro. Pero ni siquiera la presencia de Reyes hace tan relevante este periodo como el que sigue. Luego de una experiencia atroz en el Departamento del Distrito Federal, del que huye escandalizado por la corrupción, don Rafael se lleva a la familia a Washington. Su hijo estudia ahí la primaria al tiempo que pasa largas temporadas en México. Es su primer vislumbre de las relaciones contrastantes, de encuentros y desencuentros profundos, entre ambas culturas, un tema, a veces casi una obsesión, que lo acompaña a todo lo largo de su obra. A Washington le siguen Buenos Aires y Santiago de Chile, y por fin, luego de un largo y accidentado vuelo hacia el norte, en plena guerra mundial, el regreso a casa. Rafael Fuentes ha aceptado en cargo en Relaciones Exteriores, y a su hijo le cae del cielo la posibilidad de terminar el bachillerato en el Colegio México, publicar sus primeros cuentos y textos políticos en Novedades, Hoy, Voz y algunas otras publicaciones y empezar la carrera de Derecho, pero sólo para abandonarla a favor de una vida de deambulares nocturnos breve aunque aparentemente intensa que pronto deja huella en algunas de sus mejores páginas.

Con todo el magnetismo que ejerce aquel México de nocturnidades, el joven Fuentes vuelve al redil, se refugia en Ginebra y termina la carrera en el Instituto de Altos Estudios Internacionales. Es la puerta de entrada al Servicio Exterior, gracias al cual aterriza en Italia, Portugal, Bélgica Holanda y los Estados Unidos, antesalas de su aterrizaje entusiasta en la Cuba posrevolucionaria. Es un periodo que le permite confirmar su naturaleza errabunda, la misma que con el tiempo encuentra cauce en las mil y un clases y conferencias que imparte año con año por todo el mundo o en sus largas, oxigenantes temporadas en otras ciudades. Esta vida envidiable, con todo, le pasa una factura. El México de los últimos veinte años ha aprendido a moderar sus tendencias provincianas, pero en las décadas previas el viejo nacionalismo priísta, que cala más de lo deseable en la población, cobra a precios altos cualquier veleidad cosmopolita. Eso lo sufre en carne propia Paz, siempre mirado con recelo por unas castas intelectuales que no ven con buenos ojos sus largos periodos en el extranjero, su amistad con el exilio español y sus referencias literarias poco respetuosas con las fronteras, y lo sufre Fuentes, acusado de dandy extranjerizante e incluso, para dejarse de medias tintas, de extranjero camuflado. A pear de ello, irónica, reveladoramente, uno y otro alcanzan el punto más alto de su fama por aquellos años de provincianismo recalcitrante, y lo hacen con una obra ensayística que merodea la obsesión nacional sobre la identidad, El laberinto de la soledad, publicada por Paz en 1957, y una novela polifónica, un complejo retablo ambientado en la ciudad de México o, mejor, como se ha dicho una y mil veces, protagonizado por la ciudad de México: La región más transparente, de 1958. Probablemente esa sea la primera escala que debe visitar quien quiera conocer el largo, muy largo viaje literario de Fuentes, un viaje que, dicho sea desde la mayor de las subjetividades, mejor resulta según transcurre en casa.