La nostalgia sublevada

Reyes Martínez Torrijos

Gonzalo Celorio (ciudad de México, 1948) es uno de los autores más ligados a la capital mexicana de la segunda mitad del siglo XX; recreador de la nostalgia, de ahí su inclinación por la crónica o el relato de un tiempo cuya realidad asoma sólo en la memoria. Es también un ensayista que a la vez de indagar autores y temas ajenos, ejerce el autorreconocimiento. El undécimo hijo de la cubana Virginia Blasco Milián y el mexicano Miguel Celorio Carmona, junto con su familia, soportó privaciones económicas pese a que sus padres provenían de familias pudientes: ella, de cubanos; él, heredero de una agotada fortuna basada en la exportación de pulque.

“Tus padres tuvieron doce hijos, en seis ciudades distintas, en el transcurso de veinticinco años; vivieron en tres países diferentes, se mudaron nueve veces de población, habitaron veintidós casas y legaron a las generaciones de su prolífica descendencia el orgullo de pertenecer a la estirpe que ellos fundaron aquella noche del 8 de diciembre de 1923”, consigna en una numeralia el mismo Celorio. La familia residió en Cuba, Estados Unidos y, finalmente, en México.

Como uno de los tres últimos vástagos, Gonzalo nació y se crió en la ciudad de México. En la infancia comenzó su gusto por la literatura: “A mí desde muy niño me gustaban las palabras. Y de las palabras me gustaba no nada más su sonoridad o su significado, sino de alguna manera el prestigio de las palabras. La buena utilización de las palabras o su feliz utilización fue un elemento para mí de distinción, de defensa, de puente, que me permitía tener una singularidad y una identidad”.

Estudió en el Centro Universitario México (CUM); en 1967 se matriculó en la Facultad de Filosofía y Letras (FFyL) de la UNAM. Atraído por el nombre del poeta, militó en el “Miguel Hernández”, uno de los abundantes grupos políticos de izquierda. En ese ámbito, recuerda el autor: “transitaban por ahí los textos marxistas y los poemas de Pablo Neruda, las canciones de los Beatles y las corrientes filosóficas que empezaban a desplazar el pensamiento existencialista, las películas de Pasolini o la marihuana, la píldora y la liberación femenina, las voces de campesinos y trabajadores que acudían a las aulas a solicitar el apoyo estudiantil a sus causas y los incendiarios de Fidel contra el imperialismo yanqui, que se oían por todos los pasillos del plantel amplificados por los magnavoces”.

Luego, los hechos ocurridos en 1968 marcaron al narrador Celorio, igual que a la mayoría de los miembros de su generación. “Lo del 68 es parte de un proceso, y la actitud tan comprometida, tan contundente, tan inequívoca de los jóvenes es a posteriori: después de que te mataron a tus gentes, a tus amigos, entonces dices: yo estoy de este lado y no del otro. El 68 fue un proceso de definición de fronteras”, afirma. A su generación le fue imposible el aglutinamiento, y terminó inclinándose por el individualismo.

Una vez que terminó la licenciatura; maestría en Lengua y Literatura Españolas; y el doctorado en Literaturas Hispanoamericana, a la edad de 26 años, comenzó a impartir clases en la FFyL. En esa misma época trabajó en El Colegio de México, en un proyecto de enseñanza del español a indígenas. Así iniciaba, a la par de su actividad como ensayista y narrador, una carrera en la difusión cultural. Sobre ese ámbito de su vida, Celorio apunta: “Estoy convencido que no soy un funcionario que escribe. Soy un escritor que funciona”.

En 1974, viajó a Cuba en la comitiva del entonces secretario de Educación Pública, Víctor Bravo Ahuja; cuando la isla era el centro del entusiasmo de una gran parte de la juventud mexicana. El autor reconoce que veía en ella la encarnación de los más altos valores humanos, a pesar de que su entorno familiar “no podía ver en esa Revolución más que los signos de la opresión, el exilio y la muerte.”

Con el libro El surrealismo y lo real maravilloso americano (1976) inicia la publicación de ensayos sobre literatura; en ése libro, Celorio indaga la relación entre ambos tópicos, de los cuales el último es la versión en América de la corriente identificada con André Bretón y Paul Eluard. Se afianza con este estudio la noción de que la tesis esgrimida por Alejo Carpentier acerca de lo real maravilloso es descendiente de “la mirada europea (que quisiera ser americana pero que en todo caso es exógena y por ende sorprendida), que se posa sobre nosotros y califica nuestra realidad de maravillosa en tanto que no se ajusta cabalmente a los paradigmas que rigen la cultura europea.”

En 1982 aparece Tiempo cautivo. La Catedral de México. Usando un tono lírico, se coloca al edificio como punto de partida de diversos aspectos de la cultura nacional, que se entretejen para conformar nuestra singularidad.

Modus periendi (1983) y Para la asistencia pública (1985) atestiguan su labor como cronista de una ciudad en transformación; en este último se consigna el recuento de conferencias brindadas por escritores importantes, y que contaron con una gran audiencia. Alejo Carpentier, Elena Poniatowska, Roberto Fernández Retamar, Julio Cortázar, son algunos de los autores incluidos, además de crónicas sobre Mixcoac y el Bar León. Múltiple en su contenido de temas y lugares, apela a un sentido único de tratamiento: “la voluntad de estilo”, a la vez que comparte la mirada a una urbe diversa y cambiante.

Gonzalo Celorio obtuvo el Premio de Periodismo Cultural en 1986 por su libro Los subrayados son míos. Esta obra refrenda su visión de que al ensayo se puede acercar desde un punto de vista emocional; y así conjugar lo afectivo con el rigor académico para el tratamiento de un tema, seguro de que: “de una idea pensada con el corazón o sentida con la cabeza, nace un ensayo, brioso e inteligente a un tiempo”; seguro de que el ensayo es “el centauro de los géneros” como lo define Alfonso Reyes.

Celorio asegura que la realidad en que se mueve el autor está marcado por la posibilidad de trastocar los límites: “Ya no podríamos decir que una novela es estrictamente eso, ni una crónica o un poema también. Los géneros, que podrían obedecer a retóricas clásicas, se han mixturado y entrelazado y, a grandes rasgos, vemos una gran libertad creativa (...) Si algo podemos advertir con claridad, es las ruptura de los géneros.”

En 1989 asumió funciones de coordinador general de Difusión Cultural de la UNAM, cargo que le llevaría a fortalecer sus lazos con Cuba, en la que incluso intentó, fallidamente, establecer una Casa de la Universidad.

Sus dos siguientes libros comparten un tema: Ramón López Velarde. Velardianas (1989) y La épica sordina incluyen indagaciones sobre el autor de La suave patria; los ensayos reunidos en éste último “van de la disquisición académica a la ficción narrativa; del postulado teórico al homenaje, de la crítica más rigurosa a la recreación más personal.” Siempre en connivencia con la comprensión que hace Gonzalo Celorio del ensayo.

La épica sordina examina a grandes escritores y asuntos de la literatura latinoamericana. Alfonso Reyes, Alejo Carpentier, Juan Rulfo, César Vallejo, Xavier Villaurrutia, Ramón López Velarde y Julio Cortázar aparecen aquí. Se les trata “de manera muy íntima, cercana, incluso afectiva. Además de cierto rigor académico, lo que predomina en estos ensayos es una experiencia muy personal de lectura, en donde además se reivindica el impresionismo y la subjetividad para tratar asuntos de literatura”, expresa el escritor.

En 1992 pasa del ensayo a la novela con la edición de Amor propio. El libro nace como crónica y luego se convierte en una novela sobre la transformación de la capital entre 1965 y 1968. Las fiestas son utilizadas como forma de acceder a lo esencial de la sociedad capitalina, debido a que son “el ámbito propicio para la expresividad, para la representación de lo que está ocurriendo en una época determinada: las modas, el lenguaje, la música, el tipo de bailes, las conversaciones, los acontecimientos políticos”.

Construcción literaria, casi periodística, de una ciudad que se hace fugaz, se transforma a los ojos de todos y cuya identidad intenta ser captada por el autor, a partir de su mirada a Moncho —Ramón Aguilar Aguilar—, quien es influenciado por la conversión de la capital; el texto debe más a la lírica, en detrimento de lo épico del tema. La ciudad, enorme e infinita, es parte de la narración como personaje más que escenario.

Para Celorio, la escritura, como la novela, nace de un conflicto irresuelto: Amor propiohare krishnas?, todo lo que constituyó el marco de referencia de mi generación es de alguna manera el objeto de esta novela. Y una vez que la novela estuvo escrita, ese conflicto quedó resuelto para mí. Ahora ya sé qué le pasó a mi generación.” refiere la crisis del activismo de un joven en los movimientos políticos de los años 60. “¿Qué es lo que ocurrió con la buena onda, con el jipismo, con las filosofías pasivas, la meditación trascendental, los

Sobre su deuda con los autores que le anteceden, afirma: “Siento una gran afinidad con algunos escritores latinoamericanos de la generación del “boom” que pudieron perfilar una sensibilidad, como es el caso de Julio Cortázar, pero también un gusto por la erudición y la vasta cultura literaria, musical y arquitectónica de Alejo Carpentier; me siento tocado por la actitud casi siempre nostálgica y gris de Juan Carlos Onetti. También habría que incorporar a algunos poetas mexicanos como Xavier Villaurrutia, Ramón López Velarde y Carlos Pellicer, y no creo que no haya un escritor mexicano que no sienta una vibración especial con la lectura de Juan Rulfo; pero también me entusiasman las complejidades barrocas de los cubanos José Lezama Lima, Severo Sarduy y Guillermo Cabrera Infante.”

En 1996, Celorio recibió la Orden por la Cultura Nacional, otorgada por el Ministerio de Cultura cubano. Ese mismo año ingresó a la Academia Mexicana de la Lengua. En la ceremonia de asunción se refirió a la escritura: “Es como formalizar de alguna manera esta relación libre que he tenido con ella a lo largo de tantos años”. Un año muy activo también para su creación pues se publicaron El alumno y Dos estaciones del tren que es mi casa. Carlos Pellicer y Xavier Villaurrutia.

El viaje sedentario ve la luz en 1994; definido por Celorio como un “mosaico narrativo, lírico y ensayístico, que tiene una lectura continuada”. Dividido en dos partes, la primera es de esencia lírica, mientras la segunda se inclina por el ensayo. En todo el trabajo asoma la nostalgia por un tiempo irrecuperable; una nostalgia sublevada, iracunda por la destrucción de las cosas. En 1997, la obra obtiene el Premio Des Deux Océans, otorgado por el gobierno francés.

En este libro recupera su práctica del ensayo como un híbrido. Y agrega: “La escritura no es sino la reiteración obsesiva de los temas que han absorbido tu vida. Eso le ocurre a todos los escritores. Los escritores son casi monotemáticos. A veces sucede que la obsesión que los rige encuentra metáforas distintas pero es siempre la misma.”

Celorio asume la dirección de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM en 1998. Un año después se difunde Y retiemble en sus centros la tierra; año en que gana el Premio Nacional de Novela que ofrecen el IMPAC, CONARTE y el Instituto Tecnológico de Estudios Superiores de Monterrey. La novela refiere el recorrido de un profesor por la ciudad, un personaje más que le acompaña mientras efectúa su descenso al infierno. El protagonista, Juan Manuel Barrientos, es definido por “un gusto exquisito por la arquitectura, este hedonismo por la gastronomía, por el buen beber, la historia de la ciudad y por sus pasiones más ingobernables donde entra la frustración, el alcohol, una especie de jubilación prematura y la soledad absoluta”, descubre Celorio.

En 2000 renuncia a la Facultad de Filosofía para asumir la Dirección del Fondo de Cultura Económica, al que dirige hasta 2002. Ensayo de contraconquista (2001) es un conjunto de reflexiones cercanas a los autores que han marcado la vida y obra del escritor mexicano. “Autores como Alfonso Reyes, Jorge Luis Borges, Julio Cortázar, Alejo Carpentier, Carlos Fuentes, Ramón López Velarde, Carlos Pellicer, Xavier Villaurrutia, entre otros, no sólo me formaron sino que transformaron mi vida”.

Después de un largo ayuno de publicaciones, en 2006 Gonzalo Celorio presenta Tres lindas cubanas, una autobiografía fruto de los sucesivos encuentros y choques, durante más de 25 años, con Cuba, país de origen de su madre; un híbrido entre el testimonio, el ensayo, el relato y la crónica, que puede resumirse como un testimonio vital.